El derecho penal tiene como misión limitar el poder punitivo del Estado –civilizar la violencia oficial, reducirla a una medida aceptable–, la existencia de penas de encierro de por vida, supone el reconocimiento de un completo fracaso.
La cárcel goza de buena salud como mecanismo de represión de ciertas poblaciones y de dispersión social de miedo para prevenir el delito. Nuestros políticos estiman que el encarcelamiento es una buena respuesta a los desórdenes que llamamos crímenes. Si uno conoce la realidad de la prisión, como la conozco yo al ser letrada experta en asuntos penitenciarios, siente vergüenza de esa institución total y de sus efectos.
Nuestras prisiones están llenas de pobres gentes, son un lugar privilegiado de reproducción de la desigualdad social. Resulta inaguantable la sobrerrepresentación en la población penitenciaria de marginados, y desfavorecidos en general. Más ahora que se ha hecho visible la entidad sistémica de la corrupción pública y el grave daño social que producen los delitos de los poderosos.
Un sistema que niega sistemáticamente la aplicación de los medios penitenciarios de rehabilitación –permisos, progresión de grado, libertad condicional–, facilita de manera escandalosa la descarcelación de los pocos condenados por delitos económicos, que se benefician de su aparente buena integración social. No es necesario, parece decírsenos, tratamiento alguno, son reintregables de manera inmediata al mercado. En nuestras cárceles hay condenados a penas eternas de prisión. Sin horizonte de reinserción o de recuperar la libertad. Personas que extinguen penas de cárcel por encima de los límites legales de cumplimiento que fija el código (triple de la pena mayor, 20, 25, 30 y 40 años; ¿les parece poco?
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